Relatos breves Parte II- Sin embargo allí estaba
SIN EMBARGO ALLÍ ESTABA
El taxista dio un frenazo que chirrió y sus oídos estallaron una vez más en un pitido infernal, como un alarido que amortiguó el perpetuo zumbido que le amodorraba continuamente sus perforados tímpanos. Instintivamente se tapó las orejas con ambas manos, ante la mirada atónita del taxista que se reflejaba en el chivato brillo del espejo retrovisor. Abonó el importe de la carrera, propina generosa incluida, sin decir nada, y se bajó del taxi ya rodeado por la multitud. Sabía que no debía estar allí, había tenido que mentir a su mujer para poder reconciliarse con sus miedos y estar ausentemente presente. Su psicóloga le advirtió que el recuerdo podría ser contraproducente, que aun no habían llegado al núcleo de su angustia, que podía reaccionar de una manera paradójica, que en definitiva ella no sabía algo que él también ignoraba, pero deseaba descubrir, para poder terminar con ese maldito temblor de su brazo. Entró en el parque del Retiro, donde la multitud iba congregándose, llegó hasta la falsa colina de cipreses esbeltos y olivos achaparrados, el jardín de los ausentes, sintió lastima de las palabras, de esas silabas que intentan balbucir el horror, pero el horror no tiene articulación posible, es un gran y tremendo aullido que no puede expresarse en vocablos. Sin embargo allí estaba.
El sol reverberaba por el cristal de la ventanilla, le hacia entrecerrar sus ojos que disfrutaban de esa sensación de calidez en sus párpados, recostando la mejilla contra el frío cristal y notando el rítmico traqueteo de la velocidad que le acariciaba cosquilleantemente su faz. Todo se alejaba velozmente de él, esa sensación extraña de que la realidad retrocede ante nosotros cuando nos sentamos en dirección contraria a la del avance del vagón. Y todo estalló de súbito, una explosión ensordecedora que congelo el tiempo por unos segundos, todo era confusión, caos repentino, pero ante todo era ruido atronador, un ruido como si estallaran las entrañas del mundo y las suyas propias en una única implosión. De pronto todo el vagón voló hacia él, que apartó instintivamente la mejilla del cristal, como si mágicamente todo lo que hasta entonces eran objetos que se alejaban raudamente de él, quisieran en ese preciso momento arroparle, sepultarle, introducirse dentro de su ser. El universo entero parecía volar a su encuentro en una maraña de paneles de aluminio, hierros retorcidos, asientos ergonómicos destrozados, cuerpos mutilados, gritos y desesperación. Sintió que su cuerpo golpeaba contra el suelo, como si una mano gigantesca le empujara con un manotazo atroz, al tiempo que la ventanilla se volatilizaba y una lluvia de millones de trocitos de vidrios cuadrados centelleaban por un instante en el aire antes de que se precipitaran sordamente sobre todo el compartimiento, como si fueran lagrimas cristalinas que por un momento flamearon antes de que él cerrara sus pupilas.
Las caras conocidas del estrado, tan repetidas, tan familiares, de otras miles de asambleas, de innumerables reuniones donde compartir el dolor o donde mendigar solidaridad ajena y esperanza propia, se mezclaban con las también conocidas caras de todos los carroñeros políticos del oportunismo más desvergonzado, de aquellos buitres que picotearon sin descanso entre los cadáveres durante dos años buscando la pitanza de sus réditos electorales. Había hecho bien rechazando su puesto de primera fila, sí, él era una victima, sí, lo era, irremediablemente y obstinadamente lo era, su miedo súbito, su angustia imprevista y su desasosiego desbordantemente irracional ante cualquier ruido brusco, ante la explosión de un petardo o un tubo de escape en mitad de la noche se lo recordaba continuamente, con ese sudor frío que le perlaba la frente de gotas y le erizaba los pelos de la espalda. Pero antes que todo eso era hombre, y solo quería sentirse eso, un hombre, no una victima. Ser uno más en esa multitud expectante, curiosa, complaciente con su solidaridad. Se encontraba a unos cien metros del estrado, arropado, rodeado de gente anónima como él, uno más entre la masa amorfa, no prestó atención a los discursos si es que los hubo, tampoco a las músicas empalagosamente lentas y fúnebres de una sensiblería fuera de sus apetencias. Simplemente quería no sentir nada, ser corcho, olvidar, dejar de ser un afectado, embriagarse del vacío, del silencio, en realidad no sabía lo que quería, pero sin embargo allí estaba.
El silencio opaco, el oír el susurro de la nada, la quietud más sórdida antes de abrir lentamente los pesados párpados que agigantaban ese silencio siniestro y oscuro. Y ver esa cara renegrida, horriblemente tiznada en una mueca de terror, esas facciones espeluznantemente calcinadas, con el pelo totalmente chamuscado adherido al cráneo, con dos hilos rojos de brillante sangre borboteando de las carbonizadas orejas, verlos caer mejillas abajo, dejando unos surcos pardorojizos que se mezclaban con los sucios rastros de las lagrimas negras que fluían sin cesar de unos ojos espantados, que brillaban en la grisalla muerta de ese rostro, atónitos y aterrados ojos en un grito sordo y desorbitado. Y comprobar con un infinito y ancestral horror que esa cara diabólica, ese gesto inhumano, esa contorsión facial maldita, era su propio reflejo en un trozo de pulido metal, que inverosímilmente le hizo de parapeto y le protegió entre los restos de su asiento calcinado. Sus manos laceradas, sangrando, abrasadas, que instintivamente empujan el peso muerto del metal pulido, que liberan su cuerpo dolorido que se agazapa en una postura fetal, entre restos de metal, de plástico, de vidrio, de sangre, de calzados abandonados, de ropas hechas jirones, entre ese olor a carne quemada, olor a cuerpos reventados, olor a vísceras palpitando, olor a sufrimiento infinito, pero da lo mismo, hay que salir, hay que huir. “¡Sí, huir!, ¡Sí, salir!, ¡Huir y salir!, ¡Nada más!, ¡Nada más!”, no se puede pensar en nada más, no hay tiempo para nada más, “¡Correr!, ¡Correr!”, sin saber como ni donde, que el pánico de las piernas me alejen del terror.
La no por menos esperada salva de aplausos finales como clausura del acto público le sobresaltó, esa andanada de palmas que al unísono golpean unas contra otras le sacó de su ensimismamiento, se emocionó, se alteró su hieratismo fingido, se agitó algo dentro de él. Había que pararlo, “¡Por favor otra vez no!, ¡Ahora no!”, se suplicó a si mismo mentalmente, se clavó las uñas en el dorso de la mano hasta sentir un dolor agudo, sujetaba su mano derecha debajo de la chaqueta con su mano izquierda todo lo fuerte que pudo, hasta que los dedos se le atenazaban del esfuerzo. Pero era imposible, allí estaba de nuevo, como una fuerza telúrica que de lo más profundo de su inconsciente le sacudiera el brazo, ese antebrazo temblón, pelele de su propio cuerpo, que se agitaba convulsamente, como si no le perteneciera a él mismo, como si ese brazo tuviera una vida propia que se agitaba convulsa, revuelta, espasmódicamente, con sacudidas arrítmicas. Indefenso, derrotado de nuevo por su propio subconsciente, con ese tic delator que intentaba ocultar a toda costa de las miradas ajenas, con ese temblor siniestro, con esa tara física que le perseguía desde hacía dos años, que le invalidaba inoportunamente cuando menos lo esperaba, esa falta de control de su propio cuerpo, esa humillante imposibilidad del terror que temblaba en su brazo. Allí estaba su temblor de brazo, a pesar de todo, sin embargo allí estaba.
El jadeo entrecortado en convulsiones, los pulmones ardiéndole a cada bocanada de aire, las piernas temblando como si fuera un niño, el agotamiento de su cuerpo inclinado sobre si mismo, las manos apoyadas en las huesudas rodillas, la cabeza hundida en el pecho. Pero, “¡Ya había terminado todo!, ¡Ya ha conseguido salvarse!, ¡Ya estaba en el anden!, ¡Había sobrevivido!, ¡Había escapado del horror!”. Con una lentitud parsimoniosa levanta su aturullada cabeza entre sus hundidos hombros y mira cara a cara al tremendo boquete de metal retorcido y calcinado por el que acaba de salir, que como unas enormes fauces hambrientas de miseria, sufrimiento y dolor se abren en el costado del tren. Sus ojos lentamente se posan en los restos de un anuncio que se ha desprendido del techo, un cartel sobre el próximo centenario del Quijote, que en mitad de la confusión del suelo del vagón, con un radiante y plastificado color burdeos destaca sobre él una frase medio calcinada en color dorado, lee medio abotargado “..adarga antigua, rocín flaco..”, que en unos caracteres góticos quedan como restos irónicos de una tragedia. Algo sanguinolento se retuerce al lado del letrero, como si una sabandija ensangrentada se arrastrara hacia él, como si una miasma reptara temblorosa, se fija en ella, y descubre despavorido que es un brazo sesgado, arrancado de cuajo, que en los estertores de la muerte sigue temblando, sigue moviendo crispada y convulsamente los dedos, como si el dueño al que le ha sido arrancado de golpe quisiera asirse a la vida agarrando la frase del letrero. No puede dejar de mirar, como si estuviera hechizado, ese brazo temblando, sacudiéndose delante de él, no puede apartar los ojos de ese miembro cercenado que aun palpita. Lo que es más terrible, nota como su propio brazo derecho se convulsiona, tiembla involuntariamente, como si imitara los estertores de la extremidad que observa. Y en ese preciso momento rompe a llorar desconsoladamente, porque intuye que nunca más en su vida será dueño de su propio brazo, que este le temblará hasta el fin de sus días sin control, recordándole por imitación involuntaria el horror que acaba de vivir y que ha cristalizado en su visión imperecedera, lacerante y sangrante de ese miembro recién amputado aun trepidando. El temblor de su brazo será el testimonio convulso del precio que ha de pagar porque su vida siga una vez paladeado el acre y ácido sabor del terror.
Rubén Aguado Alonso
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