Relatos breves Parte I - Angustias, historia de unos reproches
Quiero agradecer al autor de estos escritos por la generosidad de compartir sus escritos. Gracias...¨Bombón¨
Angustias, historias de unos reproches
De una rápida mirada le encontró a él sobre la pared del fondo de la habitación, no le hizo falta ni mirar para saber que se encontraba allí. Angustias cesó su agitado trotecillo, puso sus brazos en jarras como si fuera un ánfora griega, quizás esperase una excusa, quizás esperase un gesto, al final no pudo aguantar más tiempo lo que la rebullía en las meninges y de una manera atropellada vació su conciencia en forma de reproches.
- ¿Qué?, ¿No dices nada? - esperando una respuesta en un silencio atronador que le devolvía difuso y apagado el eco de sus propias palabras - ¡Bah, ya estamos!.
- ¡Cómo siempre! – cavándole incisivamente los ojos en su rostro - la callada por respuesta.
- ¡Me tienes harta tú y tus silencios! - elevando el tono de voz hasta que este se le hizo insoportable incluso a ella misma - ¡Mírame al menos!, ¡levanta la cabeza y mírame, si te atreves!.
- ¡Mírale!, ahí tan quietecito – envarando el cuerpo cómicamente intentando imitar su inquebrantable quietud - ¡cualquiera diría que es de piedra!.
- Esto no puede seguir así, ya no aguanto más, ¡estoy hasta el mismísimo moño! - mientras se tocaba la cabeza con su mano derecha como si en realidad quisiera tocarse el hipotético moño- ¡Me entiendes!, ¡harta!, ¡más que harta!.
- ¡Te odio!, ¡ y .....! – a Angustias se le quebró la voz a media frase y rompió en un sollozo un tanto histérico que terminó en un hipado enjuague de sus lagrimas con la palma de su mano - ¡Yo soy de carne y hueso!, ¡siento y padezco como cualquiera!.
- Ya me lo decía mi pobre madre, que en gloria esté – recuperando la calma y el resuello después del catártico sollozo, e impostando la voz imitando la de una madre dando un consejo lleno de moralina – piénsate muy bien lo que haces hija mía, que luego estas cosas no tienen remedio, ¡y tenía más razón que un santo!.
- Al fin de cuentas soy tu esposa, ¿no? - haciendo una pausa como esperando los efectos que su pregunta causarían en él - tendré algún derecho, ¡vamos digo yo!.
- ¡Todas las noches igual!, ¡yo esperándote, rogándote, suplicándote!, ¿y tú?, nada de nada, ni siquiera te dignas aparecer – desencajando su gesto en un rictus de desdén infinito – y ya van para cuarenta años con la misma cantinela, ¡qué se dicen pronto!, cuarenta años igual, ¡siempre lo mismo!, hecha una zacana por ti, ¡por que el señoriíto se cree que se lo merece todo sin dar nada a cambio!, ¡pues no!, ¡y mil veces no!.
- Todo el santo día haciendo pastelitos o bordados, cuando no rezando por ti, ¡qué anda que no tendré yo el cielo ganado de tanto rezarte ni nada! – enumerando sus labores con los dedos de una mano cogiéndoselos con la otra, como si hiciera inventario allí mismo de sus quehaceres cotidianos – y si no limpiando al señoriíto, que si no fuera por mi te comería la roña ya hace años, que lo sepas, ¡guarro!, ¡más que guarro!, con esa corona endiablada que no hay quien la meta en luz.
- ¿Y qué obtengo a cambio?, ¡nada!, ¡absolutamente nada! – esta última frase ya dicha sin la carga emocional que ha ido soltando como lastre a lo largo de todo su soliloquio y convirtiéndose su entonación en un apagado lamento poco a poco, que sin embargo se rompe con un brío inusitado en su última frase queriendo remarcar que será el fin de la conversación - ¡pues ahora te jodes y te quedas a oscuras!, ¡mamarracho!.
Sor Angustias sopló airadamente sobre todas las velas del altar, que tremolaron instantáneamente antes de dejar ese tufillo ácido a cabo de cera quemada, dejando al hierático crucifijo, al que había dirigido toda su perorata, en la más opaca de las penumbras en la pequeña y recoleta capilla barroca del convento de Santa Inés del Perpetuo Suplicio.
Después se encaminó a su celda a través del pasadizo secreto, que en tiempos remotos usaran los nobles mancebos rondadores trotaconventos de la edad media, y que ella descubrió por puro azar en sus primeros días de enclaustramiento, cuando el radiocasete que su madre le coló de rondón por la verja del locutorio era su única compañía.
Antes de volver a tumbarse en el camastro austero, apagar el radiocasete de bolsillo con sus ronquidos gravados situado bajo el catre, treta que se le ocurrió como único método valido de poder tener esos momentos de intimidad con su esposo, mientras el resto de la congregación dormía.
Como todos los días Sor Angustias había realizado su rito vespertino de reproches y reprimendas al Cristo de los Desamparados, que se repetía incansablemente desde aquel aciago y lejano viernes santo de hace cuarenta años, cuando siendo apenas una novicia recién tomados los hábitos, perdió el equilibrio en la estrecha escalera de caracol del campanario del cenobio, después de tocar maitines, y su cabeza golpeó lo menos una docena de veces los traicioneros escalones por los que rodó su entonces joven cuerpo.
Toda la congregación la dio por muerta, y como dijo la madre superiora de entonces, fue un milagro del santísimo que no se matara y que al cabo de una semana de desvanecimiento, en el cual los rezos al pie de su cama habían sido continuos, recuperara el sentido, aunque le quedó un carácter un tanto mohíno, silencioso y cejijunto, que todas sus compañeras achacaron a su experiencia cercana a la muerte.
Con el transcurrir de los años, Sor Angustias fue cogiendo fama de extremadamente piadosa, su silencio, su fruición en el uso del flagelo y el cilicio, su predisposición a cualquier mortificación en nombre del resucitado, su falta de reproches hacia todas sus compañeras, su bendito afán de hormiga incansable en todas las labores que la encomendaban, en definitiva las miradas lánguidas y amorosas que siempre tenía hacia el crucifijo cada vez que se topaba con él, habían hecho que a su alrededor flotara un olor de santidad compartido por toda la congregación.
Ahora ya anciana y abadesa del claustro, todas las hermanas esperaban su probable y próxima muerte dada su avanzada edad, para elevar al capitulo general de la congregación, en Roma, el correspondiente pliego para iniciar su proceso de beatificación, paso previo para una probable y más que merecida santificación.
En los recovecos del convento todo eran comidillas, rondaban los rumores sobre los presagios que adelantaban tal hecho, las voces lastimeras que se oían en la capilla de madrugada, el inexplicable misterio de los cirios apagados del altar cada día, o la bilocación que manifiestamente ocurría cada amanecer cuando se la oía roncar en su celda cerrada a cal y canto, al tiempo que hablar en la capilla tambien herméticamente clausurada, todo apuntaba a que la madre abadesa era una santa tocada por el dedo de dios, un santa en vida, como hacia siglos que no tenían las hermanas Clementinas del Santo Sepulcro.
Rubén Aguado Alonso
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